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sábado, 9 de septiembre de 2023

Último acto


«Último acto» no es el canto de Vasili Vasilievich Svetlovidov, sino un hueco en el pecho de dos artistas que no se resignan a perder su tiempo y su espacio; que sufren los síntomas de la enfermedad terminal del alma: la pérdida de la capacidad de interpretar realidades. En ambos se ha instalado el miedo a la vida y al olvido. Aún no han muerto. Agonizan sufriendo el recuerdo del «aire» de otros tiempos: uno, la gloria; el otro, la perdida libertad de ser; porque no se es libre cuando uno hace lo que quiere en circunstancias favorables, sino cuando éstas podrían contenerlo. Así es doloroso estar y no ser, o ser como si no se estuviera: «to be, or not to be».

Estamos destinados a morir, no es ninguna novedad; mientras tanto, uno se rasca donde le pica. ¿Dónde los feligreses de Dioniso? Hace algunos años me preguntaron si extrañaba los aplausos; iba a contestar que si, pero, mientras tomaba aire para darlo como respuesta rotunda, me di cuenta de que lo que realmente extrañaba era la capacidad divina de crear. La vejez es muy larga y la última copa tarda en llegar.

Puedo seguir dando una relación de «sentipensamientos» suscitados por «Último acto» de Noraya Ccoyure, pero no quiero estropear los suyos. Sugiero experimentarlos presenciando la interpretación de Christian Alden y César Marticorena. Los vi en el teatro Esencia de Barranco, imagino que la aventura continuará.


miércoles, 21 de junio de 2023

Story Time: José

Recordando los procedimientos que en la primaria la profesora Flor me enseñó para germinar un fréjol, durante el covid me di a la tarea de sembrar algunas semillas de ají; y vi que, de manera inevitable, de cada semilla germinaba una planta de ají y no otra cosa.

De tanto en tanto recibo mails preguntando por clases o talleres de mimo. Como tengo el prejuicio de pensar que se trata sólo de curiosidad o entusiasmo pasajero, suelo darle largas al asunto.

Más de un amigo me ha preguntado el porqué, y no puedo evitar, en respuesta, narrarles el encuentro que tuve con un joven en un café: se acercó, me extendió la mano y dijo −Quiero aprender mimo −¿Sí? −Sí −¿Por qué? −Porque quiero enseñar, ahora hay mucha gente que quiere aprender −¡Ah! Te parece que sería un buen negocio −Sí, ahora llaman mimos para todo, hasta para dirigir el transito. Por esos días la Municipalidad de Lima me había contratado para organizar y dirigir a un grupo de mimo que, usando sus medios artísticos, les recordara a choferes y transeúntes respetar las señales de transito. −¿Cuánto tiempo estás dispuesto a dedicarle al aprendizaje? −Quiero aprovechar el verano, unos tres meses −¿Te parece que con tres meses sería suficiente para aprender mimo? −Puede ser un poco más, uno o dos meses más para aprender bien, ¿en cuánto tiempo me puede enseñar usted? −Pues me la pones difícil −¿Por qué? −No se me ocurre cómo enseñarte en unos meses lo que me está llevando años. Creyendo que lo desestimaba como alumno, se puso de pie contrariado, me dio la mano y se marchó.

Siempre he sido malo para recordar las fechas. Así que, como no puedo precisar cuándo, sólo diré que fue en los noventa o algo así. Sara, una amiga del teatro, me invitó a almorzar, cosa que me resultó muy extraña porque algo así no era frecuente en ella, al menos esa es la impresión que tengo hasta ahora. Era un domingo, de eso sí estoy seguro. Cuando llegué a su casa encontré que también estaba invitado un jovencito. José es un compañero de la universidad, me dijo. Estudiaban arte en San Marcos. Luego de la charla protocolar inicial nos sentamos a la mesa y sirvió porotos con riendas, un plato que, según dijo,  había aprendido a hacer en un viaje que hizo por Chile. Al terminar tomamos un vaso de cerveza negra y de sopetón me preguntó si sabía el porqué de la invitación. Como le dije que no; sin más trámite, directa, como era ella: José quiere aprender mimo y yo le he dicho que para eso hable contigo; así que, pónganse de acuerdo. Lo imprevisto del asunto me dejó «afásico» por unos instantes.

Por esos días estaba dedicado al afán de producir espectáculos musicales; no tenía tiempo para enseñar mimo. Pero a Sara no podía decirle eso, mejor dicho, con ella no podía usar esos argumentos como pretexto; pero podía ponerla difícil, y lo hice. Acepté el encargo, pero con condiciones no negociables: como yo no tenía tiempo durante el día, para recibir las clases José debía llegar a mi casa muy temprano, si llegaba tarde o faltaba a una, ahí quedaba todo; las clases serían tres veces por semana. José aceptó. 

La verdad no esperaba que fuesen más de dos o tres clases porque para ponerla más difícil decidí no cobrarle, así le sería más fácil dejarse ganar por la pereza; yo vivía en Jesús María y él venía de Comas (km. 12).

El lunes me despertó el timbre de la puerta, no el despertador. Miré el reloj: cinco y cincuenta y cinco de la mañana, era José presentándose a su primera clase.

Como yo salía de casa muy temprano y volvía muy tarde, la clase debía comenzar a las seis de la mañana. A esa hora, aún en pijama, durante diez minutos le di las primeras instrucciones para comenzar; mientras él hacía lo que le había indicado fui por una ducha. A las seis y treinta durante quince minutos le mostré una técnica; mientras él la practicaba fui a planchar una camisa. A las siete y quince, durante quince minutos vi su ejercicio y corregí alguna cosa. A las siete y media le pedí aplicar esa técnica en alguna escena que se le ocurriera, una improvisación; mientras tanto fui por un café y a ponerme «tiza» para, a mi vez, hacer mi tarea del día. A las ocho vi la escena: comenté, sugerí algunas cosas y lo vi por segunda vez. A las ocho y treinta me fui. 

Esa pasó a ser nuestra rutina. Algunas veces él se quedaba practicando un poco más. Así, durante tres años, más o menos: lunes, miércoles y viernes a las cinco y cincuenta y cinco de la mañana. Hasta que José viajó a hacer una Maestría en Práctica Teatral, Títeres y Teatro de Objetos, en el Royal Central School of Speech and Drama en la Universidad de Londres, Inglaterra y pude dormir hasta las siete.


Desde entonces, José Navarro ha participado en numerosos Festivales Internacionales en China, Rusia, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Tailandia, Rumania, Indonesia, Brasil, España, Emiratos Árabes Unidos, Kazajistán, Turquía, Bosnia y Herzegovina, Serbia, Hungría, Túnez, Polonia, Ucrania, Armenia, Venezuela, Holanda, Bélgica, Irán, Perú, Escocia, Gales, Irlanda, Malaysia...

La vocación es vida; todo lo demás, trabajo.





lunes, 14 de febrero de 2022

Mi amigo, el marqués

Juan Piqueras

Cuando por fin nos dejaron poner un pie en la calle uno de los lugares que visité fue Barranco. Al comenzar a descender por Bajada de Baños aunque quise pasar de largo me detuve frente a esa casa blanca de puertas y ventanas azules en la que innumerables veces había sido recibido efusivamente por Juan y Carmen Piqueras. Asimismo, recordé las muchas veces que, sentados en ese corredor, veíamos bajar y subir a los transeúntes mientras conversábamos de las cosas que pasaban en el país, del último libro que habíamos leído, de la última obra de teatro que habíamos visto y, casi sin querer, de mimo. 



Sonriendo, sólo para mi, recordé también las bromas que le gastábamos a Carmen, cuando yo llamaba por teléfono:

– Aló
– Con el poeta de los sueños azules, por favor
– ¿Con quién?
– Tenga la amabilidad de informarle que le llama el poema sin color.

En el silencio de mi habitación, alcanzaba a oír claramente, a través del auricular, a Juan:

– ¿Quién llama?
– ¡Un loco! Pregunta por el poeta de los sueños azules – Oía, entonces, los pasos de Juan acercándose, tomar el teléfono y...
– ¿Cómo está usted mi querido y dilecto amigo?
– No tan bien como usted, ilustrísimo marqués del Puente de los Suspiros y Miramar.
– ¿Quién es? – Alcanzaba a oír que preguntaba, intrigada, Carmen.
– ¡El vizconde de Yerbateros! – Le informaba, protocolario, mi tocayo.
– Par de locos. ¡Juanes tenían que ser! – Profería Carmen, mientras se alejaba.

E iniciábamos una larga charla que terminaba con mi promesa de visitarlos y disfrutar un café en el corredor.




lunes, 13 de septiembre de 2021

Jorge Acuña: Hacedor Del Teatro De Calle

Allá por los años sesenta, mientras las grandes potencias (EEUU y URSS) competían por alcanzar la luna e instaurar su hegemonía en el planeta; aquí, en Perú, un golpe militar asumía el gobierno del país en octubre de 1968 y, el mes siguiente, Jorge Acuña Paredes salía a las calles a hacer lo que sabía.

Instalado en la Plaza San Martín, frente al Círculo Militar, comenzó. A un transeúnte, que se detuvo frente a él, le informó: “tú eres el espectador y yo el actor”. Con esa frase, que eliminaba a todos los intermediarios, comenzó la aventura del teatro de calle. Los diarios limeños comenzaron a informar sobre un loco en la Plaza San Martín. 

Jorge llegaba a la Plaza San Martín con una canasta de mercado. Con una tiza blanca trazaba un gran círculo en el suelo alrededor del cual se iban acomodando las personas que transitaban por ahí. Se maquillaba frente a ellos, explicaba brevemente el lenguaje que iba a utilizar y presentaba las pantomimas: “La Sopita de los Pobres”, “El Bañista”, “La confesión”; entre esas historias mimadas, usando un megáfono, intercalaba los cuentos: “El ladrón que robó al ratón” y “La fábula de los ricos”; se despedía quitándose el maquillaje frente a todos. 

Ahí permaneció por más de 10 años; siendo, por esto, invitado a importantes eventos internacionales como el "Festival de Nancy". El diario “Le Monde”, el más importante de París, refiriéndose a él, notició: "El verdadero juglar del siglo XX". 

Ya en 1976, ese loco, era el autor más leído del país y quizá de toda Latinoamérica; porque, aunque parezca mentira, hasta entonces había vendido más de medio millón de ejemplares de sus cuentos y había sido visto y escuchado, en las calles, por más de dos millones de personas. 

Uno de esos días, que nos fuimos a “conversar con el psiquiatra” (santo y seña para compartir una cervecita), para iniciar la charla, le pregunté ¿por qué en la calle? Y su respuesta, que después escuché muchas veces, fue: “Yo tenía la idea, la misma que tenemos la gran mayoría de actores, en el sentido de que el pueblo no sabe comportarse frente a los espectáculos: es grosero, insolente y atrevido. Esta idea lógicamente me lo habían impuesto; era tan general que casi todos creíamos que las calles eran el final de la vida misma. Nos habíamos olvidado, y por qué no decirlo: Fuimos engañados. Nadie nos dijo que la vida había empezado ahí, en los campos abiertos, debajo de los árboles, al amparo de sus sombras...”

Jorge es un conversador, y fabula con mucha facilidad. En una oportunidad, hablando sobre mi origen huancavelicano, tejió una divertida historia en la que yo me convertía en el rey de la papa. En otra ocasión: contó que, en uno de sus viajes, fue recibido por una comitiva encabezada por un moreno de grandes mostachos que lo estrechó con un gran abrazo y un beso en la boca. ―¿Qué hiciste? Pregunté. ―Cerré los ojos, ―contestó. Los que lo escuchamos, reímos largamente. Nunca sabremos si fue cierto o sólo una broma; él lo decía muy serio, atribuyéndolo a un comportamiento cultural. 

Así, “conversando con el psiquiatra”, a instancias de Hugo Suárez, le propuse presentar nuestro espectáculo en una sala. Luego de una mediana resistencia, aceptó. Jorge Acuña, Hugo Suárez, Héctor Arnao y yo formamos un grupo que muy "originalmente" llamamos El Gesto para llevar adelante esta idea.

Mi amigo Aníbal Galindo (Maestro de Kung Fu) nos facilitó el espacio del Círculo Li Kum San y comenzamos a ensayar, El silencio pide la palabra, sin contar aún con un teatro. Decidimos solicitar el auspicio del Instituto Nacional de Cultura y el teatro La Cabaña. Jorge y yo haríamos los trámites. 

Diseño de Héctor Arnao para el afiche y el programa de mano


Durante los ensayos Jorge sufría una molestia en la rodilla, así que, camino a hacer las diligencias acordadas, le propuse pasar por una tienda de artículos deportivos para comprar unas rodilleras que lo protegieran. Estando en eso, me contó que había sido invitado a participar en un festival de mimo en Irán. Aunque él era regularmente invitado a importantes eventos internacionales, esa invitación me extrañó porque en Irán estaban en plena revuelta contra el Sha Reza Pahleví. 

Camino al INC. conversábamos:

Jorge: Me duele la rodilla cuando hago “Las puertas”.
Yo: No te preocupes, con esas rodilleras no vas a tener ningún problema.
Jorge: Ayer, durante el ensayo, casi pego un brinco. No sabía que había unas rodilleras tan blanditas, sólo conocía las que usan los arqueros, son duras y no dejan hacer nada.
Yo: Estas son las que usan las voleibolistas. Ahora, ¿a dónde vamos?
Jorge: A un montón de sitios. Esto de ser invitado a un festival no es nada fácil. Me mandan los pasajes, pero tengo que pagar los impuestos de salida, el pasaporte, impuestos de viaje y no sé qué tanto más.
Yo: Oye, pero tú vas a representar a Perú, al teatro peruano. No sé, alguna institución tendría que auspiciarte, tendrían que exonerarte de impuestos. No estás yendo a pasear. Es más, tendrían que darte alguna ayuda para tu bolsa de viajes.
Jorge: La verdad, sobre eso, no he pensado nada.
Yo: Mira, estamos yendo al Instituto Nacional de cultura ¿Por qué no preguntamos? A lo mejor consigues algo.
Jorge: ¿Tú crees?
Yo: Con preguntar no pierdes nada, ¿no?

En el I.N.C.

Funcionario: (Abriendo exageradamente los brazos) ¡Jorgito! ¡Hermano! ¡Qué gusto de verte! ¿A qué se debe el honor?
Jorge: ¿Conoces al chino? (Refiriéndose a mí, no al gobernante de turno)
Funcionario: (Sin mirarme) Sí, sí, claro. Tomen asiento.
Jorge: ¡Qué bonita oficina! Con razón ya no trabajas.
Funcionario: (Con una risa forzada) Pero qué dices, justamente, estamos aquí: trabajando.
Jorge: ¿En qué, ah?
Funcionario: Trabajamos por la cultura de nuestro país, por las artes. Como tú comprenderás, tenemos muchas limitaciones; nuestro presupuesto es mínimo, nuestras solicitudes no se atienden, nuestro trabajo no se comprende. A veces me paso semanas pidiendo; cuando finalmente aceptan, me dan sólo el diez por ciento; y cuando, después de mucho trabajo, lo brindamos al público: no hay acogida. ¡Si dan ganas de mandar todo al diablo!
Jorge: ¿Y por qué no lo haces?
Funcionario: Pero qué dices, los hombres de lucha no nos rendimos. Pero ya, basta de hablar de mis sacrificios; cuéntame, a qué se debe tu visita.
Jorge: (Dándole el paquete que llevaba en las manos) Bueno hermano, sabiendo el trabajo que realizas por la cultura y el arte de nuestro pueblo, he venido trayéndote un pequeño regalito como reconocimiento personal (me puse pávido).
Funcionario: (Abre el envoltorio y se encuentra con las rodilleras) ¡Y esto! 
Jorge: Hay un cuento, sobre un águila que decidió volar al lugar más alto del mundo. Se remontó hasta posarse en el pico más elevado. Cuando llegó allí se dijo: ¡He arribado a donde nadie ha llegado antes! Entonces escuchó una voz, a sus patas, que le decía: ¡No! Yo llegué primero. La majestuosa águila, sorprendida, vio que la voz provenía de un caracol; entonces le preguntó: ¿Y tú cómo llegaste? El caracol le respondió: ¡Arrastrándome! Por eso te he traído ese regalito pues hermanito.
Funcionario: (Sonriendo fingidamente, mientras aparta de sí las rodilleras) Siempre jodido este Jorgito.

Jorge y el funcionario reían; mientras yo, desconcertado y rendido, apostaba a que el INC no iba a auspiciarnos ni a darnos el teatro.

Jorge: Bueno hermano, como tú sabrás, he sido invitado a un festival en Irán. Sabes lo engorroso que es viajar en estos tiempos. He venido a verte para ver si me puedes ayudar en algo. No tengo plata para impuestos y todo lo demás. Pensé que ahora que tú estás en este cargo tan importante, tal vez con una firmita o una llamadita, algo me podrías ayudar.
Funcionario: No Jorgito, desde aquí no puedo hacer nada. Lo único que puedo hacer es desearte éxito y buen viaje (de pronto hace como si recordara algo) Jorgito me vas a tener que disculpar, pero en este momento tengo que atender un asunto muy importante (Conduciéndonos a la puerta); ya sabes dónde estoy, visítame cuando vuelvas, cuéntame de tus éxitos para ponerlos en nuestras publicaciones. (Mientras nos empuja hacia afuera) Saluda a tu esposa, (dirigiéndose a mi) chau amigo.

El INC nos “auspició”. El auspicio consistía en exonerarnos del pago de impuesto al espectáculo. Para que el auspicio sea efectivo, en el afiche y programa de mano debíamos poner: Auspiciado por el Instituto Nacional de Cultura. Y nos alquilaron el teatro La Cabaña.

Jorge viajó a Irán y recorrió Europa. Aquí nadie reportó nada. Él no pertenecía al Star system local. Volvió a la plaza San Martín. Un par de años después lo acompañé al aeropuerto: se marchaba a Suecia. Al despedirse, iba vestido de negro; llevaba, como bandoleras, una máquina de escribir y un costalillo con sus ropas; coronaba su testa un sombrero en la que bailaba una flor roja. Alguien conjeturó: “este loco va a volver en menos de un mes”. Volvió después de 10 años, pero sólo de visita. Han pasado más de 40 años desde que se fue.

Los herederos de su hacer son innumerables. Ahora, casi no hay espacio público, en el mundo, que no esté ocupada por un émulo de Jorge Acuña Paredes.